Cuando el arte se convierte en trinchera

En un momento de desolación y atrocidad como el que estamos viviendo con el actual genocidio en Gaza —y sin olvidarnos de otras guerras que siguen abiertas— una de las voces más alzadas es la de los artistas. Esto me hace preguntarme por qué. ¿Por qué son ellos, casi siempre, los primeros en alzar la voz? Quizá porque su herramienta es la creatividad y su campo de batalla es la conciencia colectiva. Quizá porque el arte, cuando es verdadero, nunca puede ser indiferente.

Imagen de Leopold van Velden

Creo en el arte como herramienta de cambio, como poder de salvación y como poder de entendimiento. Y me molesta profundamente que aún haya personas que confundan que un cantante, un actor o una actriz utilicen su voz para defender lo más básico —los derechos de todo ser humano— y decidan dejar de consumir su trabajo. Eso no es neutralidad: es castigar la empatía.

La historia nos lo ha enseñado una y otra vez: el arte no solo documenta la guerra, también la combate. El Guernica de Picasso sigue siendo uno de los gritos más potentes contra la violencia. Las obras de Käthe Kollwitz convirtieron el sufrimiento en imágenes imposibles de olvidar. Las fotografías de Robert Capa nos hicieron mirar la guerra de frente. Las acciones de Banksy en Palestina, las instalaciones de Ai Weiwei sobre la crisis de refugiados o los performances de Tania Bruguera en contextos de represión son armas simbólicas, pero armas al fin y al cabo.

El arte es político, lo quieras o no. El simple hecho de no posicionarte ya es estar tomando partido. Una obra creada desde la rabia no puede ser neutral. Por eso admiro a quienes siguen denunciando incluso a riesgo de perder contratos, trabajos o seguidores. Ese es el arte de resistencia. El arte de propaganda, en cambio, es el que ve que un tema tiene muchos likes y se suma sin convicción real.

Y aquí es donde los museos, las revistas y las galerías tienen un papel fundamental. Un pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla. Necesitamos que esas obras sigan ahí, que podamos verlas una y otra vez para recordar lo que ocurrió y para entender por qué no debe repetirse. El expolio de arte en los conflictos no es casualidad: quien quiere dominar a un pueblo lo primero que hace es robar o destruir su memoria, porque sabe que en el arte está su identidad.

Pero el arte no es solo memoria, es también reconstrucción. Para que una herida cure hay que echarle alcohol: arde, duele, pero es necesario. Necesitamos ver lo que pasó, enfrentarnos a ello, asumir que como sociedad también cometemos errores. El año pasado, más de un millón y medio de personas fueron al cine a ver La Infiltrada de Arantxa Echevarría. Dejando a un lado las posiciones ideológicas sobre ETA, ese éxito dice algo: que la gente quiere saber, que la gente quiere recordar, que la gente no quiere olvidar.

Y no pueden ser los únicos. Es importante que artistas como Silvia Alonso, Juan Diego Botto, Carlos Bardem o Miren Ibarguren alcen la voz, aun sabiendo que puede costarles proyectos. Como dijo Ibarguren en una entrevista: “Si se jode tu trabajo porque estás en contra de un genocidio, bendito sea.” La plataforma Artistas con Palestina convocó en Madrid una lectura de horas de los nombres de los niños asesinados en Gaza. Y uno de los festivales más importantes de nuestro cine, el Festival de San Sebastián, se atrevió a condenar públicamente el genocidio.

El arte duele, pero también cura. Es alcohol en la herida colectiva. Nos obliga a mirar, a no girar la cara. Y aunque incomode, aunque divida, aunque provoque rechazo en algunos, es necesario. Porque sin memoria no hay justicia. Porque sin arte no hay voz. Y porque un mundo sin artistas que digan lo que duele es un mundo sin futuro.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

  • Suscríbete a nuestra web para contenido exclusivo
  • Payment Details